Cubierta por un manto de abundante pelo tan blanco como las frías laderas nevadas del Himalaya que habita, una criatura bípeda de aspecto simiesco vaga inadvertida. Así se dibuja el Yeti en la mente de infinidad de personas que aseguran haberlo visto. Nunca se ha capturado un abominable hombre de las nieves, tampoco hay imágenes nítidas ni evidencias plausibles de su existencia. La ciencia se ha lanzado a la búsqueda de una explicación a tan incoherente fenómeno y ha analizado un puñado de restos de Yetis aparecidos a lo largo de los siglos. No ha encontrado ni rastro del mítico ser, pero lejos de desaparecer seguirá gozando de la eternidad de lo intangible. La tradición nepalí describe al Yeti a medio camino entre animal salvaje y demonio. Algo así estaba presente en la imaginación de los exploradores a partir de finales del siglo XIX. Aunque los sherpas evitaban mirarlos porque da mala suerte, se multiplicaron los testimonios de avistamientos en las altas montañas asiáticas de bestiales seres bípedos, peludos y solitarios. Las primeras huellas no tardaron en documentarse. Las fotografiaron en 1951 los alpinistas Michael Ward y Eric Shipton a unos 4800 metros de altitud en el Himalaya. Tal fue el boom que originó que el Departamento de Estado de EEUU emitió una serie de regulaciones para ciudadanos que viajaran a Nepal y el Tíbet en busca del Yeti. Prohibían abatir al animal. Debía ser capturado vivo. Solo podrían dispararlo en autodefensa. Hoy la leyenda se perpetúa con un cóctel de folclore, serpientes de verano, testimonios dudosos e imágenes desenfocadas. Los restos biológicos del supuesto animal abundan. Hay reliquias expuestas en templos recónditos. Dientes, piel, huesos y pelos, muchos pelos. En el monasterio de Pangboche reposan una mano y un cuero cabelludo. Son las reliquias más controvertidas y mediáticas. El millonario texano Tom Slick viajó hasta allí en 1957 en busca del mítico ser. Sin éxito regresó a casa y dejó a cargo de la expedición a Peter Byrne, cazador experto de tigres y elefantes en India. Slick en la distancia y Byrne en el terreno negociaron con los monjes hasta que consiguieron comprar un dedo y sustituirlo por otro, humano. Tras la hazaña llevarlo hasta Inglaterra suponía demasiado riesgo. Podría ser requisado en la aduana. Así que Slick echó mano de un amigo, el actor James Stewart, de vacaciones en ese momento en Calcuta. A la estrella de Hollywood nadie le revisaría el equipaje. El dedo viajó, eso sí, entre la ropa de su mujer, Gloria. Una vez en Europa, lo analizaron expertos de la Universidad de Oxford, pero no pudieron concluir a qué especie pertenecía. Aun así, los turistas empezaron a visitar el templo para ver los restos del monstruo. En los años noventa la mano y la caperuza volvieron a ser noticia: alguien las había robado. El monasterio se quedó sin su mejor reclamo para recaudar fondos. El golpe fue mayor cuando en el 2008 reapareció el dedo de Pangboche traído por los Stewart olvidado en el sótano del Real Colegio de Cirujanos en Londres. Lo analizaron científicos de la Universidad de Edimburgo y resultó ser humano. Ante la debacle, en el 2013, el piloto y alpinista Mike Allsop encargó una réplica a Weta Workshop, responsables del vestuario y atrezo de la película El señor de los Anillos. Viajó con ella hasta el monasterio y se la entregó en mano. “Quiero ayudar a que el monasterio vuelva a tener ingresos”, explicó. En los últimos tiempos, con el avance del análisis genético, hay equipos de científicos que han examinado gran parte de las muestras que claman ser de este elusivo animal. Los resultados más recientes se publicaron hace escasos días. El equipo, liderado por la bióloga Charlotte Lindqvist, de la Universidad de Buffalo en Nueva York, ha analizado el ADN mitocondrial, que se hereda de la madre, de 10 muestras. Entre ellas, dientes hallados en los años 30 del siglo pasado en la meseta tibetana, heces recogidas en los Alpes tiroleses y conservadas en el Museo Reinhold Messner, un fémur hallado en una cueva, pelos hallados por un pastor y la piel de la famosa zarpa guardada en un monasterio tibetano. El veterinario Mark Evans, estrella de la televisión inglesa, se encargó de recoger las muestras en Tíbet e Italia. Su periplo está recogido en el documental Yeti or not? (2016, Icon Films). Ni rastro del críptico animal. La piel resultó ser de un oso negro asiático que habitan los bosques, mientras el hueso pertenecía a un oso pardo del Himalaya que viven en los planicies a gran altura. Los demás restos pertenecen a osos pardos tibetanos y a un perro. La científica, experta en úrsidos, asegura que explorar las raíces de los mitos es de gran utilidad para esclarecer enigmas biológicos, como en este caso la línea evolutiva de las subespecies de osos en la meseta tibetana y el Himalaya. “Los osos en esta región están en peligro crítico, y muy poco conocemos de su pasado”, comenta. De hecho, son tan raros de ver como el mismo Yeti. Este análisis en busca del origen del Yeti no es el primero ni será el último. En el 2011 un equipo de la Universidad de Oxford y del Museo de Lausana hacían un llamamiento a todo aquel que creyera tener en su poder una muestra de Yeti, preferentemente el pelo. Admitían muestras de los diversos tipos de Yetis del catálogo que la imaginación colectiva ha ido construyendo: migoi que es hombre de las nieves del Himalaya, de bigfoot de las Montañas Rocosas, el almasty del Cáucaso y el orang pendek de Sumatra. Michel Sartori, del Museo de Zoología de Lausana, es el promotor del proyecto. El museo tiene un departamento de criptozoología. Es un museo de ciencia, pero tiene esta sección de pseudociencia, es decir, de afirmaciones sin demostrar. Esta disciplina estudia animales cuya descripción proviene de especulaciones y testimonios, como el monstruo del lago Ness, los unicornios, el chupacabras o el hombre polilla. El museo tiene este departamento porque se creó a partir de las donaciones del zoólogo Bernard Heuvelmans, fundador de la criptozoología allá por 1955. Pocos años antes de morir en el 2001 cedió al museo su biblioteca y archivo, con más de 50.000 documentos, fotografías y muestras. Los análisis genéticos corrieron a cargo de Bryan Sykes, de la Universidad de Oxford. Estudió las 57 matas de pelo que enviaron entusiastas y museos de distintos puntos del globo. Solo 37 eran válidas. Sartori asumía que podrían ser simplemente pelos de subespecies de osos muy locales, pero aventuraba que quizá pertenecieran a neandertales que habian sobrevivido, al Homo floresiensis, o incluso gigantopitecos unos primates enormes, de unos 3 metros de altura que habitaron hace medio millón de años. La realidad se decantó por lo común. Diez pelos eran de osos, 4 pertenecían a caballos, otros 4 provenían de lobos y perros y uno era humano. El resto eran de vacas, mapaches, ciervos y un puercoespín. Sin embargo, una de las muestras dio un resultado inesperado. Procede de un animal abatido hace más de 45 años en la región de Ladakh, al oeste del Himalaya y de Bután, donde se originó la leyenda. El cazador aseguraba que el oso se comportaba de manera distinta a los pardos habituales de la zona. El ADN mitondrial (el único que se puede hallar en pelo) coincide con el de una mandíbula de un oso polar prehistórico procedente de Noruega, con una antigüedad que data entre los 40.000 y los 120.000 años. Los expertos interpretan que es posible que exista una subespecie de oso, descendiente del prehistórico, que vive en el Himalaya y que podría confundirse con el hombre de las nieves. O un híbrido de oso polar que ha prosperado en estas tierras. Aunque gran parte de la comunidad científica desconfía de estos resultados y sobre todo del origen de la muestra, un híbrido de oso polar no es algo descabellado. Ya se ha mezclado con el oso grizzly. Han concebido el conocido como oso grolar o prizzly. En 2006 se cazó un ejemplar en estado salvaje en la isla de Banks en el Ártico Canadiense. Era blanco con un antifaz color marrón. Los análisis de ADN confirmaron que se trataba de una mezcla. Desde entonces se han hallado varios descendientes de osos grolares, lo que indica que estos híbridos se pueden reproducir. Da igual lo que digan las evidencias. La ciencia nunca podrá matar al Yeti. A un amplio sector de la población le gusta creer y perpetuar este tipo de historias. Forma parte del folclore de muchas regiones montañosas y los hay quienes hacen negocio con ello, ofertando viajes con avistamiento de Yetis o vendiendo recuerdos. Es por eso que la creencia en la existencia de estos seres nunca morirá. Nuevos ejemplares serán avistados. Más ganado aparecerán muertos de un zarpazo que se atribuirá al ataque de Yetis. Supuestos restos reaparecerán. La ciencia atrapada en sí misma, no puede demostrar lo que no existe, solo lo que existe. Y la única manera de acabar la leyenda del Yeti es encontrar uno.