jueves, 27 de septiembre de 2018

MISTERIOS DE LA BIBLIA: El Jardín del Edén

Como sabéis, la Biblia está llena de mitos, enigmas y misterios. Hay muchas personas que han vivido (literalmente) para poder descifrarlos, o para dar una opinión lo más cercana posible ha como se cree que son las cosas en realidad, sin embargo... ¿están en lo cierto?; para creyentes y escépticos llega esta nueva serie que tratara los secretos que esconde y que mejor manera de explicarlos que empezando por el principio ¿vale? Nadie está muy seguro de dónde se encontraba originalmente, aunque parece que existe un consenso general de que se ubicaba en alguna parte del Medio Oriente, tal vez en el actual Irak. Nos referimos al Jardín del Edén. Es de suponer que la gran inundación del Génesis habría acabado con él, pero, desde hace siglos, el mundo cristiano tenía una fe ciega en la existencia del Edén en la tierra, oculto para los hombres. Santo Tomás de Aquino escribió que el paraíso terrenal estaba “cortado por montañas o mares, o alguna región tórrida” y dijo que no se podía cruzar. Tan firme era la creencia en la presencia física permanente de Edén que fue representado en los mapas medievales. La creencia persistió en la era de la exploración: en 1498, Cristóbal Colón retrocedió con horror al navegar más arriba en el río Orinoco, en Venezuela hoy en día, en la creencia de que estaba a punto de entrar en el Jardín del Edén y incurriría en una muerte segura como resultado. Hoy en día, con nuestros mapas, parece que el Edén realmente ha desaparecido sin dejar rastro. “Tomó Dios al hombre, y lo puso en el jardín del Edén, para que lo labrara y lo guardase”. (Génesis 2:15) En el Edén todo era perfecto. El clima era benigno y los frutos de los árboles se hallaban al alcance de la mano. Era un vergel bañado por las aguas, donde el hombre no tenía más preocupación que pasear sobre la suave hierba, jugar con los animales, nadar en los estanques y divertirse con su compañera. Un paraíso donde todos los días eran soleados y solamente existía la ocupación de cuidar de un jardín, en cuyo centro se alojaba un misterioso árbol de cuyas ramas colgaba un no menos misterioso fruto y en cuya deliciosa carne se hallaba la única prohibición que Dios había mandado a la primera pareja de humanos. Pero el hombre mordió el fruto y su desnudez se le hizo evidente. Entonces fue expulsado y el don de la inmortalidad le fue vetado para siempre. Lejos, ya, de aquel paraíso terrenal, los descendientes de la primera pareja se esparcieron por el mundo adquiriendo nuevas costumbres y conocimientos, olvidando que aquel lugar donde sus ancestros habían vivido como dioses había existido alguna vez. O tal vez recordándolo, pero sin atreverse a regresar por temor a Dios. Pero el anhelo por el hogar primigenio no podía permanecer adormecido para siempre. Un día, el hombre sintió deseos de regresar y ver cómo era aquel prodigioso espacio en el que los padres de la humanidad habían pasado sus primeros días. Tomando como referencia algunos pasajes de textos antiguos, muchos exploradores se embarcaron en su búsqueda; mas los resultados, hasta hoy, siempre fueron inciertos. ¿Halló alguien el paraíso perdido? ¿Se encontraba en algún punto no explorado del planeta? ¿O fue una simple metáfora del comportamiento humano ante los senderos del bien y del mal? En la Edad Media, una serie de curiosos mapamundi, confeccionados en su mayor parte por beatos y otros eruditos religiosos, comenzaron a circular por Europa. Dada su disposición elemental, en la que a primera vista una masa de agua en forma de “T” dividía en tres a una Tierra circular, estos mapas fueron conocidos como “O-T” los cuales se hallaban cargados de referencias religiosas, indicando, por ejemplo, dónde se hallaban los descendientes de Noé. Pero uno de los detalles más llamativos de esta cartografía era que en casi todos ellos se mostraba, en el extremo norte, un sitio fácilmente identificable como el jardín del Edén. Situado ligeramente sobre la mitad oriental de Asia, un recuadro con los cuerpos o caras de Adán y Eva, a veces retratados junto a la serpiente engañadora, señalaban muy claramente a la antigua Mesopotamia como el lugar donde se hallaba el primer jardín de la humanidad. En más de una ocasión, distintos grupos de arqueólogos proclamaron haber hallado los “restos” del Jardín del Edén tras analizar fósiles de los más antiguos alimentos cultivados. Sin embargo, ninguno de estos hallazgos parece coincidir con la idea de un vergel divino como el que se nombra en las escrituras, lo que ha llevado a la mayoría de los estudiosos a buscar claves en los propios textos religiosos. La referencia bíblica más sólida para ubicar el Edén puede hallarse en Génesis 2,10, donde se dice que allí se encontraba “un río que regaba el Jardín”, que se repartía en cuatro brazos. Estos brazos se llamaban Pisón, Guijón, Hidekel y Éufrates. Dos de los ríos nombrados, el Éufrates y el Hidekel (más conocido como Tigris), discurren aún hoy por las tierras de Mesopotamia y Oriente Medio, atravesando e irrigando las regiones de Turquía, Siria e Iraq y desembocando juntos en el Golfo Pérsico. Este hecho ha llevado a que la mayoría de los investigadores centre su atención en este lugar a la hora de fundar sus teorías sobre la posible localización geográfica del Jardín del Edén. Sin embargo, sobre el Pisón y el Guijón – los otros dos cursos de agua de los que habla el Génesis – poco se conoce, y se cree que pueden haber sido antiguos ríos cuyos lechos se encuentran hoy secos. Las divergencias entre la hidrología moderna y la citada en las antiguas escrituras ponen en tela de juicio las interpretaciones realizadas sobre la ubicación real del Edén. Algunos estudiosos afirman que las nociones geográficas de los autores de la Biblia fueron erróneas. Otros, que una interpretación más flexible podría indicar que los cuatro ríos nombrados no necesariamente han de hallarse en Mesopotamia. Esta última afirmación se ve reforzada por las mismas escrituras, que narran que diez generaciones después de Adán un gran diluvio alteró toda la geografía del planeta, lo que habría convertido toda búsqueda de referencias en una tarea inútil. Por otra parte, el Edén como una simple metáfora del hombre y su relación con el creador también ha sido una posibilidad contemplada desde el principio de las religiones. Así como en las antiguas tradiciones cristianas, la historia del Edén puede ser hallada en muchos textos de otras culturas. De esta forma, un paralelismo con el paraíso bíblico puede ser hallado en el famoso Poema de Gilgamesh, una antigua historia sumeria y cuyo relato es anterior al Génesis; en la isla de Avalon, donde según los celtas, los manzanos daban fruto todo el año; o en el Jardín de las Hespérides, que según la mitología griega se encontraba custodiado por tres bellas ninfas. Si la historia del Edén representa la caída del hombre al mundo humano tras perder su estatus divino, se podría interpretar entonces que el Edén quedó atrás, en un espacio que es invisible al ojo e impalpable al tacto humano, al que sólo podremos llegar o alcanzar tras elevarnos espiritualmente.Pero mientras quede alguna esperanza humana de hallarlo en la Tierra, difícil será acallar las preguntas que, una mínima pizca de curiosidad, hará brotar a cualquiera en su mente: ¿dónde se hallan los restos fósiles de Adán y Eva? ¿Continúan los querubines y la espada ardiente custodiando las puertas del Jardín? ¿Se marcharon hace tiempo? Y si allí se encontraran aún hoy, ¿nos dejarían entrar en caso de alcanzarlo?