jueves, 3 de agosto de 2023
SECTAS DEL DEMONIO: Los Davinianos
Cincuenta y uno fueron los días que duró el asedio de las autoridades policiales norteamericanas y del FBI al edificio de la secta davidiana en Waco, Texas, Estados Unidos. Y fueron las llamas las que desencadenaron ese apocalipsis tan vaticinado por su líder mesiánico, David Koresh. En efecto, el lunes 19 de abril de 1993, bajo la luz del mediodía, ellas consumieron todo lo que encontraron a su paso. Fusionaron carne y huesos con madera, vidrios y metales convirtiendo el “martirio celestial” en una masa inanimada. El infierno crepitante escribió el peor epílogo posible para esta historia. El rancho texano del Centro Monte Carmelo fue devorado de muchas maneras. Por fuera, largas lenguas de fuego lamieron la edificación y provocaron su derrumbe. Por dentro, las ardientes palabras de Koresh, el profeta de los davidianos, hacía tiempo que horadaban los cimientos de las mentes vulnerables que allí se habían congregado. Setenta y seis de sus miembros murieron, ese día, por diferentes razones: por la caída de escombros, por falta de oxígeno, bajo fuego amigo con balas certeras disparadas a corta distancia y, uno de los niños, por una puñalada en el medio del pecho. Pero ¿por qué la policía había rodeado al enorme rancho de la secta? Había varias razones. Circulaba información que decía que los miembros de la congregación estaban acumulando, en ese edificio, un poderoso arsenal. Además, había serias sospechas sobre abusos sexuales a menores de edad. A las 9.45 del domingo 28 de febrero de 1993, los agentes federales norteamericanos y la policía de Texas llegaron al Centro Monte Carmelo, a 14 kilómetros de la ciudad de Waco. Tenían órdenes de allanamiento por cargos de abuso sexual y tenencia de armas ilegales. Querían registrar el lugar y tenían la intención de arrestar a su polémico líder. Los davidianos estaban preparados para su armagedón y respondieron a los tiros. La balacera terminó con la vida de cuatro agentes de la policía y cinco davidianos. Otras dieciséis autoridades resultaron heridas. Entre los integrantes de la secta caídos había un británico y un australiano. Además, dos de ellos habían sido acribillados por las balas de los propios compañeros. La confusión era enorme. La operación había resultado un completo desastre. Se decidió, entonces, cercarlos. Al día siguiente, a seis horas de declarado un provisorio alto el fuego, un davidiano llamado Michael Schroeder fue atravesado por siete balazos policiales al querer entrar al complejo. La policía aseguró que él había sacado un arma y los había enfrentado. Su esposa alegó que él no había participado del altercado del día anterior y que solo volvía de trabajar. Las cosas se complicaban cada vez más y el ambiente estaba tensado al máximo. El FBI llegó para ponerse al mando del asunto. Los negociadores de la fuerza buscaron dialogar con el líder que se mostraba errático e imprevisible. En un momento, hacía bromas, y, al siguiente, amenazaba con desatar la Tercera Guerra Mundial. De pronto, se mostraba lúcido y, luego, incoherente citando las escrituras y el Libro del Apocalipsis. En lo que se consideró un primer logro, los negociadores consiguieron que los davidianos dejaran salir a 19 chicos. Los niños liberados fueron entrevistados por especialistas que detectaron en ellos mucho miedo y signos de haber sido sometidos a abusos sexuales. El psiquiatra Bruce Perry, dijo a ABC News, que inmediatamente quedó claro el pavor que los menores tenían. Sus corazones en reposo tenían el doble de latidos que el corazón de un chico normal. Supieron por ellos que “todos los niños habían aprendido a marchar y a manejar armas”, reveló el profesional. Las semanas iban transcurriendo y el desánimo y el cansancio crecían. Decidieron cortar el agua para intentar convencerlos de que abandonaran el lugar. Incluso recurrieron a poner música a todo volumen, durante horas, para privarlos del sueño. Nada resultaba. Las incógnitas eran muchas. ¿Estaba la mayoría de los davidianos allí dentro por su propia decisión o eran obligados por su líder? ¿Estaban convencidos de que habría un cataclismo y que, como profetizaba Koresh, era inminente una batalla con el gobierno federal? No se sabe. Muchos de ellos, en esos días, mostraban a los chicos por las ventanas con una proclama desplegada que decía: “Llamas esperando”. Entretanto, el gobierno mandaba provisiones porque el asedio continuaba, pero las tensiones fueron escalando de manera imprevisible, hasta que llego el día final. La madrugada del lunes 19 de abril de 1993 llegan al lugar vehículos blindados, gases lacrimógenos y armas de grueso calibre. La policía se prepara para entrar al lugar, pero pretenden que no haya más derramamiento de sangre. Para ello usarán los gases. A las 5:30 de la mañana, el FBI notifica vía telefónica a Koresh del inminente asalto al complejo y le exige su rendición inmediata. Los davidianos parecen no estar dispuestos a negociar nada. Como Koresh no responde, pasada media hora, los expertos movilizan un tanque M-728 hacia el extremo oeste del edificio. Con el equipo del FBI dividido sobre cómo actuar, los agentes de la ley comienzan el asalto. El tanque perfora las paredes para poder arrojar gases lacrimógenos al interior. Un agente del FBI, por un altavoz, le dice a Koresh que tiene la última chance para rendirse. Otra vez, silencio. Los comandos avanzan hacia el edificio arrojando más gases. Los davidianos responden con balas, pero los agentes tienen la orden de no repeler con tiros. A las 12:08 del mediodía se empieza a ver humo asomando del techo del edificio. Hay tres focos de incendio. Las autoridades lo saben porque en los cartones de leche, que habían enviado con las provisiones, habían puesto algunos grabadores para escuchar las conversaciones de los integrantes de la secta. Con estos dispositivos habían oído a los miembros decir frases como “empiecen el fuego” o “derramen el combustible”. El viento, que sopla a más de 50 kilómetros por hora, hace el resto: desparrama las chispas y multiplica los focos de incendio que crecen rápidamente engullendo todo. En menos de una hora, todo está fuera de control. Las cámaras de televisión, a un kilómetro y medio de distancia, transmiten en directo la catástrofe. Los bomberos, que demoran 45 minutos en arribar, se encuentran con que no hay agua. Había sido cortada durante el sitio. Esto demora un poco más la extinción de las llamas. El FBI explicó luego, que no había bomberos apostados allí porque no podían tenerlos en medio de ráfagas de ametralladoras de 50 milímetros. ¿Quién encendió la hoguera? La discusión sobre quién encendió los incendios fue larga y, hasta el presente, subsisten algunas dudas. Una investigación del Congreso llegó a la conclusión de que los tres focos, iniciados en diferentes partes del edificio, habían sido provocados intencionalmente por Koresh y sus seguidores. Había sido un plan. De los davidianos que estaban en el ataque final en el edificio solo nueve salvaron sus vidas. De los 76 que murieron el 28 de abril, 34 eran mujeres -de las cuales dos estaban embarazadas- y 23 eran niños. Al ingresar, entre los restos calcinados, encontraron a mujeres y niños, tapados por mantas mojadas que habían usado para protegerse del humo y el fuego, y que murieron debido a la caída de los escombros. Otros, habían fallecido por inhalación de humo. Muchos de los chicos fueron hallados con un tiro en la cabeza. Según los diferentes testimonios se pudo reconstruir que, mientras las autoridades se acercaban al terrible escenario que se consumía, algunos davidianos siguiendo las instrucciones de su líder mataron a sus hijos y se suicidaron. Cabe precisar que David Koresh - el líder de la secta- no era su nombre original. En realidad, se llamaba Vernon Wayne Howell y había nacido en Houston. Su madre, Bonnie Sue Clark, tenía solamente 15 años cuando lo dio a luz, el 17 de agosto de 1959. Ella nunca se casó con Bobby Howell, un carpintero de 20 años, padre del bebé. Pero a dos meses del nacimiento, Bobby conoció a otra adolescente y la abandonó. Al poco tiempo, Bonnie comenzó a vivir con un hombre violento y alcohólico. En 1963, cansada de todo, decidió escapar de su novio y de la maternidad. Dejó a su pequeño, de 4 años, con su abuela Earline Clark. David (ya lo llamaremos así para no confundirnos) creció como un chico solitario y disléxico con bajo rendimiento escolar. Su madre volvió a aparecer, cuando él ya había cumplido 7 años, casada con otro hombre y con un nuevo hijo. Cuando David tenía 8 años sufrió una violación grupal por parte de unos jóvenes. Quizá por eso, desde muy chico, encontró sosiego en la lectura de la Biblia. A los 12, ya sabía gran parte del Nuevo Testamento de memoria. A los 17, abandonó el colegio y comenzó a vagabundear soñando con convertirse en una estrella de rock, tocando la guitarra. A los 20, se reencontró con la religión y fue bautizado en la Iglesia Adventista del Séptimo Día, la misma a la que concurría su madre. Enseguida se metió en problemas. Se enamoró de la hija del Pastor y la acosó sin tregua. Eso, sumado a sus ideas e interpretaciones estrafalarias de los textos bíblicos, hizo que terminaran expulsándolo de la congregación. Lo consideraron una mala influencia para los más jóvenes. Pero él no era un hombre de rendirse. Eso ya lo sabemos y así, nace “el profeta” En 1981, Koresh se mudó a Waco y se unió a la rama adventista de los davidianos, que tenía su sede en el Centro Monte Carmelo. Allí sí encontró una audiencia más receptiva para sus delirios proféticos. En 1983 comenzó a repetir que tenía el “don de la profecía”. Al poco tiempo estableció una relación amorosa con la líder de la secta, Lois Roden, una mujer que pasaba los 60 años. Su influencia sobre Lois hizo que ella le permitiera difundir sus particulares mensajes. Esto despertó la ira de George Roden, el hijo de Lois, que tenía sus propias aspiraciones de liderazgo. Al poco tiempo, Koresh dijo que Dios lo había instruido para tomar como esposa a la joven Rachel Jones y se casó con ella. Las aguas se calmaron superficialmente entre los líderes. Pero George, sintiendo que peligraban sus ambiciones, demandó a su enemigo en una corte federal. Alegó que había violado a su madre y lo acusó de haberle lavado el cerebro. Finalmente, en 1984, David Koresh se tuvo que retirar de Monte Carmelo. Se fue con 25 seguidores y se instalaron a 140 kilómetros de Waco, en un lugar llamado Palestina, en condiciones muy rudimentarias. Durante dos años, practicó un agresivo reclutamiento de jóvenes, no solo en Estados Unidos, sino también en Gran Bretaña e Israel. También en ese tiempo perfeccionó sus tácticas y se ocupó de que todos dependieran de él. No quería fisuras y, por ello, los obligaba a romper con sus vínculos familiares. Los convencía de que era “el hijo de Dios, el Cordero que abriría los siete sellos”. Pero el 3 de noviembre de 1987, Koresh volvió al Centro Monte Carmelo con siete fieles fuertemente armados y vestidos con ropas de camuflaje. Iban dispuestos a retomar el centro y a enfrentarse con George Roden. Se desató una batalla que duró varios minutos. George fue herido en las manos y en el pecho y tuvo que huir de la propiedad. Koresh fue llevado a la justicia por intento de asesinato, pero luego de dos semanas el juicio fue declarado nulo. Al cabo de dos años, George Roden mató a su compañero de habitación con un hacha diciendo que era un enviado de David Koresh. Fue enjuiciado, declarado insano y confinado a un psiquiátrico. Koresh había quedado al mando sin contrincantes. En el centro davidiano los hombres vivían separados de las mujeres bajo normas estrictas de moralidad y con desprecio a los placeres de la carne. Pero David Koresh se las arregló para transgredir esa norma. Luego de la muerte de Lois Roden, Koresh empezó a hablar abiertamente de la poligamia y de que él podía, por derecho divino, tomar como propias a las mujeres de otros hombres e incluso a menores de edad. Obviamente, sostenía que esto le estaba permitido sólo a él. Enseguida abusó de Karen Doyle, una chica de 14 años y la tomó como su segunda esposa. A los pocos meses , se acercó a Michele Jones, de 12 años y hermana de su primera mujer Rachel. Su prédica evolucionó con rapidez. Pronto empezó a decir que tenía derecho a tener 140 esposas: 60 mujeres serían reinas y 80 concubinas. Para todo tenía una interpretación delirante. Aseguraba que estas creencias provenían del Cantar de los Cantares, uno de los libros del Antiguo Testamento. Conformó, entonces, su propio harem con 15 mujeres para producir bebés que estarían destinados a manejar el mundo. Pregonaba ser el Cordero de Dios y que solo su “semilla” era pura. Increíblemente convenció a todos. Hasta Steve Scheneider, que era su mano derecha, aceptó que su esposa Judy mantuviera relaciones sexuales con él. Steve aguantó humillaciones públicas, frente al resto de los davidianos, sobre las experiencias en la cama de Koresh con Judy. Según el testimonio de una ex integrante de la secta, Jeannine Bunds, “Koresh tuvo al menos 15 hijos con varias mujeres y chicas muy jóvenes, una de hasta 12 años”. El 15 de mayo de 1990, Vernon Howell cambió legalmente su nombre: empezó a llamarse David Koresh. Así sería como lo conocería el mundo luego del drama de Waco. Paralelamente a los amoríos y abusos, discurrían sus peleas por el poder. La secta se financiaba con los ahorros de sus miembros, las ganancias de los trabajos ocasionales de los más jóvenes y con las jubilaciones y pensiones de los mayores. Las mujeres se ocupaban de la cocina y de la enseñanza de los chicos. Cuando tuvo la idea de invertir 250 mil dólares en armas, se justificó diciendo que así estarían mejor preparados para cuando llegara el Mal. No es de extrañar por ello que sus devaneos sobre la llegada del Apocalipsis terminarían convirtiendo esa fortaleza en un aquelarre sinsentido. El gran talento de Koresh era encontrar gente con tan baja autoestima que terminaban considerándolo un verdadero dios. Decidió viajar a otros países para reclutar más jóvenes. Los fanáticos seguidores de Koresh, en Monte Carmelo, llegaban de todos lados para vivir con el “Nuevo Mesías”. Había en el centro davidiano ciudadanos del Reino Unido, Australia, Nueva Zelanda y Filipinas. Entre los muertos, 24 eran británicos que habían llegado de Londres, Manchester y Nottingham. Eran personas comunes y corrientes entre los 20 y los 30 años de edad. El reclutamiento en Gran Bretaña había comenzado en 1988, a dónde había ido con Steve Schneider. Buscaban mentes frágiles que quisieran sumarse a ellos con el mensaje de la inminente llegada del Apocalipsis. Sin pedir permiso, dio dos charlas en el colegio Newbold, de la Iglesia Adventista del Séptimo Día, en la localidad de Berkshire. Ese día convenció a tres estudiantes, que a su vez serían su voz para convencer a muchos más. Uno de ellos salía con una chica de Manchester: Diana Henry. Diana tenía cinco hermanos, su padre era albañil en Old Trafford y ella estudiaba psicología. Cuando su novio fue con el mensaje de David Koresh sobre una vida utópica en su comuna de Texas compró la idea con fanatismo. Dejó todo y siguió a su novio. Diana viajó a Waco varias veces sin que su padre lo supiera. Además, era una fuerte propagadora del mensaje davidiano. Organizaba reuniones en una casa en Cheetham Hillun, un barrio en las afueras de Manchester. Decenas de jóvenes asistían a estas reuniones donde un enviado de David Koresh daba las “instrucciones de Dios”. Los convenció a todos. Él era el siguiente mesías, un enviado por Dios para guiar a los justos que serían salvados y alcanzarían la vida eterna. Los alentaba para unirse al grupo y fueran a instalarse a su rancho en Texas para llevar una vida frugal y prepararse para un final inminente. El padre de Diana, Sam Henry, al enterarse de todo, viajó a Waco para convencer a su hija de que lo que estaba haciendo era un disparate. Se enfrentó con el líder Koresh quien intentó convencerlo para que él también se quedara allí. Sam tuvo que volver a Gran Bretaña sin su hija. Pero las cosas iban a empeorar. Al poco tiempo, Diana convenció a su madre y a sus cuatro hermanos para que abandonaran al padre y viajaran para unirse a ella y los davidianos. Se fueron persuadidos. Ninguno de ellos regresó con vida a Manchester. Sam Henry dice hoy, entristecido: “Ella no me escuchó. Ninguno de ellos me escuchó”. Bernadette Monbelly, trabajaba como supervisora de formación en un banco. Tenía amigos y le encantaba salir a bailar. Un día, dejaron en su casa, por debajo de la puerta, un folleto de una Iglesia Adventista del Séptimo Día. Bernadette fue a parar a un pequeño grupo que predicaba una teología cristiana radical. Hablaban mucho de un hombre en Texas, Estados Unidos, que conocía los secretos del día del Juicio Final. Se referían al magnético David Koresh. Bernadette quedó envuelta con la prédica. Sentía que la ayudaban. Se separó de su familia y se unió a la secta. Otra historia fue la protagonizada por Beverly Devon, de la ciudad británica de Nottingham. Era una joven alegre y con una maravillosa voz. Su hermano dijo, en el 2018, que de haber sabido lo que pasaría le hubiera roto el pasaporte en mil pedazos. Para él Waco fue lo más terrible de su vida: allí murieron su hermana, el novio de su hermana, una tía, un primo y un íntimo amigo. Cuando vio por televisión como el FBI rodeaba el edificio donde estaban sus seres queridos sintió que vivía una pesadilla: “Fue como estar dentro de una película. Mi vida consistía en ver ese edificio blanco todos los días y, en un momento dado, ver cómo todo se derrumbaba. Yo pensaba… mi hermana está ahí dentro, mi tía está ahí dentro, gente a la que quiero mucho está ahí dentro”, contó desolado. El fundador de los davidianos había sido Victor Houteff, un inmigrante búlgaro muerto en 1955. Si bien había sido parte de la Iglesia Ortodoxa Griega en su juventud, luego se había unido al movimiento cristiano protestante de los Adventistas del Séptimo Día. Fue así que se instaló en Waco, Texas. Como sus teorías no fueron aceptadas por los adventistas terminó fundando su propio grupo: La vara del Pastor. De allí se escindiría, luego, la rama de los davidianos (seguidores del personaje bíblico David). Houteff murió sin dejar un claro sucesor y con varios micro grupos disidentes. David Koresh realizó su propio cisma dentro de la congregación. Sus seguidores davidianos fueron denominados los Koreshians. Sabía engatusar y encandilar a los débiles con profecías y promesas. Obviamente, no les revelaba sus verdaderas intenciones ególatras y abusivas. Cuando los cooptaba no les explicaba que en su versión del fin de los tiempos estarían armados hasta los dientes, que deberían morir por sus ideas y que él se había consagrado como un depredador sexual de menores de edad. Estaba construyendo una secta a su medida para ejecutar sus perversos deseos. Las preguntas acerca de la tragedia son muchas. ¿Podría haber terminado todo de una manera diferente y sin muertes? ¿Cuánta responsabilidad tuvo la policía en la forma en que se desencadenaron los sucesos? ¿Por qué el diálogo y la disuasión habían fracasado de forma estrepitosa? Bill Clinton, recién consagrado presidente de los Estados Unidos, había perdido la paciencia y había aprobado el plan presentado por la ministra de justicia Janet Reno. La responsabilidad de la acción policial no fue asumida por la administración Clinton quien dijo: “No creo que el gobierno de los Estados Unidos sea responsable por el hecho de que un grupo de fanáticos decidieran matarse a sí mismos”. Sin embargo, para muchos el FBI había actuado temerariamente y sin criterio porque habían desoído las amenazas del líder de la secta. Las amenazas proferidas por Koresh sostenían que si el FBI intentaba penetrar en el rancho, sus agentes serían consumidos por el fuego. Un detective británico que investigó el caso sostuvo que “La responsabilidad de lo que pasó en Waco solo recae en una persona. Y esa persona es David Koresh”. El agente Robet Elder lo explicó así: “Creen que somos monstruos, que atacamos gente inocente. Nosotros no manejamos hacia Waco y empezamos a disparar y a matar personas porque sí. Respondimos porque ellos nos atacaron y usaron armas mortales contra nosotros”. La carta que Koresh envió a las autoridades el 9 de abril, durante el sitio, les decía: “Los cielos los están llamando para juzgarlos”. Esa carta fue analizada en profundidad por los expertos que no pudieron llegar a una conclusión unánime de si este hombre estaba determinado a instar a su secta a cometer un suicidio en masa o no. Clive Doyle, uno de los pocos davidianos que sobrevivió al hecho, declaró: “No teníamos máscaras de gas para proteger a los chicos, por eso los padres empaparon toallas para cubrirlos y protegerlos”. Las autoridades estaban confundidas. Koresh había mentido durante las conversaciones en repetidas oportunidades. El 2 de marzo habría dicho que saldrían pacíficamente. Pero luego les dijo, a los mediadores del FBI, que Dios le había dicho que tenía que esperar. Un davidiano al que le fue permitido abandonar el edificio, le confesó al FBI que Koresh de ninguna manera pensaba dejar el lugar tranquilamente. Por el contrario, sostuvo en su declaración que “Koresh planeaba abandonar el Centro Monte Carmelo con su seguidor, Greg Summers, con un explosivo en su cintura, para volarse los dos, al salir, frente al FBI (...)”. Y, agregó, que la gente que estaba dentro pensaba también volarse para “ir todos juntos al cielo ese mismo día”. Este testimonio fue para el FBI la prueba que necesitaban para demostrar que existía la idea de un suicidio en masa. La adolescente que escapó de la secta justo antes del sitio, Kiri Jewell, corroboró a los federales que entre los davidianos se discutía un suicidio en masa con armas de fuego o tomando cianuro. Paradójicamente, el FBI dijo que sus fuentes periciales sobre las posiciones de la mayoría de los cuerpos encontrados con tiros, eran inconsistentes con la idea de un suicidio. Algunos sugirieron que podrían ser asesinatos “piadosos” porque los davidianos podrían haber preferido una bala de gracia antes que arder bajo las llamas. Pero también estaba la posibilidad de que algunas personas hubiesen pretendido escapar del edificio y que, para prevenirlo, otros miembros les hubiesen disparado. También podría haber ocurrido que, aquellos que no presentaban disparos, hubieran elegido morir al lado de su líder. Lo único cierto es que fue imposible dilucidar qué ocurrió con cada uno de ellos. Sí pudo saberse que David Koresh no murió como consecuencia del fuego. Fue hallado con un disparo de rifle en su frente. Si no fue el FBI quien le disparó… ¿quién lo hizo? No se sabe. Una de las teorías es que su leal mano derecha, Schneider, fue el que lo ejecutó, siguiendo sus indicaciones, antes de suicidarse. En cuanto a las repercusiones del caso, una miniserie de seis episodios, Waco, de Paramount Network, se emitió en el 2018. La grabación se basó en dos libros: Waco, la historia de un sobreviviente, de David Thibodeau, y Ganando tiempo: mi vida como un negociador del FBI, de Gary Noesner. La miniserie deja rondando la idea de que los davidianos fueron, quizá, malinterpretados. Se basan en que ellos eran conocidos en la zona por los lugareños con quienes tenían relaciones amistosas, trabajaban y obtenían sus ganancias de la venta de armas. Según esta versión, los 80 hombres armados de las fuerzas habrían actuado con violencia excesiva, aquel 28 de febrero, causando una respuesta muy agresiva. Sobre el tema de los abusos sexuales a menores de edad, la serie no da demasiados detalles. Lo cierto es que según los informes y evidencias presentados por el FBI, los davidianos habían modificado de manera ilegal las armas semiautomáticas para convertirlas en armas totalmente automáticas. Los expertos de la fuerza testificaron que 46 de los rifles de asalto recuperados, entre cientos de otras armas, habían sido alteradas. Dios y las armas. Los creyentes y los vulnerables. La libertad de credo y la Segunda Enmienda de la Constitución de los Estados Unidos, que permite a los ciudadanos armarse. El abuso de niñas y la poligamia. Todo se mezcló en un cóctel letal donde abrevaron los confundidos, los idealistas y los débiles al mando de un personaje manipulador y megalómano. Nadie sabrá jamás si el autoproclamado profeta creía realmente en sí mismo o, si volverse polvo -para usar la frase del Génesis “polvo eres y al polvo volverás”-, fue el mejor escape que se le ocurrió. El Apocalipsis, no el bíblico sino el programado por él, había llegado envuelto en banderas hirvientes. Y David Koresh que tenía 33 años, la misma edad de Cristo al morir crucificado, jamás pensó en rendirse.