jueves, 28 de noviembre de 2024
SHEMSU HOR: Los arquitectos celestes de la Gran Esfinge
Mencionados en el Papiro de Turín y en otros textos a priori históricos, los Compañeros de Horus o Shemsu Hor constituyen uno de los enigmas más inquietantes de la prehistoria egipcia. Las alusiones a estos misteriosos personajes son vagas e imprecisas, pero su intervención en tiempos muy anteriores a la primera dinastía pudo concretarse en el diseño estelar de la Gran Esfinge y de otros importantes monumentos. Pero, ¿quiénes eran los Shemsu Hor? Para los egiptólogos, se trata de entidades legendarias y, por ende, sin base real. Otros investigadores, en cambio, creen que desarrollaron un papel muy relevante como intermediarios entre dioses y hombres. El afamado arqueólogo francés Gaston Maspero (1846-1916), uno de los personajes más influyentes en el campo de la egiptología, disciplina de la que fue pionero, se preguntaba en la Revue de l'Histoire des Religions por el que, sin duda, constituye el enigma central de esta civilización: ¿De dónde salieron los antiguos egipcios? ¿Cuál fue el verdadero origen de su religión y de sus textos? Maspero, que combinaba a la perfección el perfil de erudito con el de arqueólogo a pie de excavación, concluyó que el pueblo que elaboró aquel sofisticado corpus de creencias “ya estaba establecido en Egipto mucho antes de la Primera Dinastía y, si queremos entender su religión y sus textos, debemos ponernos en las mentes de quienes las instituyeron hace más de siete mil años”. Como advertimos por las palabras de este arqueólogo francés, la idea de que el Antiguo Egipto fue fundado por una civilización remotísima no es ni mucho menos nueva. Sin embargo, Maspero y sus ideas sobre la fundación de la civilización egipcia no son del agrado de la egiptología “oficial”. Padre de la denominación “Pueblos del Mar” y principal impulsor de los trabajos de Sir Flinders Petrie, Gaston Maspero había visitado Egipto en 1880, formando parte de la Misión Francesa y, como no podía ser de otro modo, quedó extasiado al ver de cerca las pirámides de Guiza, pero, sobre todo, al contemplar la Gran Esfinge, un monumento que le desconcertó. ¿Qué hace aquí, junto a las pirámides, este extraño coloso?, debió preguntarse Maspero, al observar la Esfinge en el contexto de la explanada de Guiza. En adelante, el arqueólogo francés se dedicaría en cuerpo y alma a estudiar los numerosos enigmas de la civilización egipcia, aunque siempre mantuvo cierta predilección por la enigmática estatua, sobre la que escribió lo siguiente: “la Gran Esfinge Harmakhis monta guardia en el extremo norte desde los tiempos de los Seguidores de Horus, una estirpe de seres semidivinos y predinásticos que, según las creencias de los antiguos egipcios, habían gobernado esta región miles de años antes que los faraones históricos” (The Dawn of Civilization: Egypt and Chaldea, 1894). Que Gastón Maspero aludiera sin prejuicios al papel desempeñado por los Seguidores de Horus o Shemsu Hor, puede resultar chocante desde la perspectiva de la arqueología actual, encorsetada por el academicismo y las posiciones frecuentemente dogmáticas. No obstante, Maspero no hizo sino reflejar cuáles eran las creencias de los antiguos egipcios en relación con sus ancestros, recordando la relevancia que éstos concedían a los Seguidores o Compañeros de Horus. Pero, ¿quiénes eran estos personajes? ¿Es cierto que «gobernaron» el Egipto predinástico? La referencia más conocida a los Shemsu Hor la hallamos en el Canon Real de Turín (Italia), un papiro fragmentado donde se dice que, en efecto, habrían gobernado Egipto durante seis mil años, en un periodo intermedio comprendido entre el reinado de los dioses y las primeras dinastías de faraones. No obstante, ¿qué grado de fiabilidad tiene este documento? Custodiado en el Museo Egipcio de la capital lombarda, el también conocido como Papiro Real de Turín contiene, básicamente, una relación de los gobernantes del Antiguo Egipto desde Menes (o Narmer) hasta la convulsa XVII dinastía. Aunque el principio y el final de la lista se perdieron, de manera que no conocemos ni la introducción a la misma ni los detalles de los gobernantes que siguieron a la citada XVII dinastía, la relación incluye - en la parte posterior del papiro - a los gobernantes de Egipto antes que Narmer, reyes que, insistimos, eran de naturaleza divina, semidivina o no enteramente humana. ¿Cómo debemos interpretar esto último? Al contrario de lo que sucede con otros papiros, cuyo contenido parece referirse a sucesos legendarios, mágicos o especulativos - o eso es lo que interpretaría un observador pragmático -, muy pocos dudan de la historicidad del Canon Real; esto es: refleja nombres y detalles fidedignos, datos que han podido contrastar los prestigiosos egiptólogos y papirólogos que han tenido acceso al mismo, desde Jean François Champollion hasta Richard Parkinson y Bridget Leach, pasando por Giulio Farina y Alan Gardiner, por citar sólo a unos pocos de entre quienes lo han investigado. Así, la opinión generalizada es que el escriba autor del texto, probablemente a las órdenes de Ramsés II, compiló varias listas depositadas en los principales templos de Egipto, limitándose a transcribirlas. La relación de los gobernantes mencionados en el documento es asombrosamente prolija en detalles, a tal punto que los periodos de los reinados están consignados por años, meses e incluso días, lo que da idea de la minuciosidad de sus autores. Se trata, así, de un informe burocrático cuyo contenido nada tiene que ver con formulaciones esotéricas o recetas mágicas. No obstante, la arqueología “oficial” parece menoscabar la relevancia histórica de este manuscrito, tendiendo a pasar por alto su contenido. La razón de tal olvido probablemente tiene que ver con la incómoda “cara b” del Papiro Real de Turín, ésa que otorga rango de gobernantes carnales a personajes poco o nada materiales, como los mitad humanos mitad divinos Shemsu Hor. Que la arqueología “oficial” haya soslayado el Papiro de Turín no debe sorprendernos. En general, los egiptólogos han despreciado sistemáticamente los textos que contravenían sus tesis. Cualquier evidencia que contradijera “su versión” de la historia de Egipto, ha acabado siendo desprestigiada. Y no sólo ha ocurrido con papiros o grabados. Cuando un investigador ha puesto en duda esa “versión oficial”, inmediatamente se le ha excluido del establishment académico, por mucho que sus propuestas tuvieran el aval de documentos fidedignos o estudios científicos rigurosos. De ese modo, ocurre que los nombres de Robert Schoch, John Anthony West, Robert Bauval, Graham Hancock y tantos otros, suelen ir acompañados de apostillas como “arqueología alternativa”, “pseudociencia”, etc. A la arqueología ortodoxa le irritan estos investigadores de mente abierta, que no comulgan con los dogmas que venden Mark Lehner y compañía. El caso de Lehner resulta especialmente sangrante, ya que él mismo, siendo un joven seguidor de Edgar Cayce, no parecía hacerle ascos a la idea de que la civilización egipcia estuviese conectada con la mismísima Atlántida... Dicho sea con el mayor de los respetos hacia el trabajo de este, sin duda, eminente egiptólogo. Si nos lo permiten, existe un gran problema con Lehner y demás arqueólogos que han investigado o investigan el Antiguo Egipto. Y no se trata de una cuestión menor, ya que tiene que ver con el concepto fundacional de la egiptología. A grandes rasgos, la egiptología es una disciplina moderna, que integra otras ciencias de la antigüedad como la arqueología, la papirología, la epigrafía, etc. Sin embargo, hasta hace muy poco, la generalidad de los egiptólogos rechazaban que el diseño y emplazamiento de las pirámides y templos a lo largo del Nilo tuvieran que ver con la posición de los cuerpos celestes en la época en que fueron erigidos. De hecho, todavía encontramos a egiptólogos que refutan esta visión arqueoastronómica de los monumentos egipcios. Que se lo pregunten a Robert Bauval... Pero este error de enfoque de la egiptología nace, en nuestra opinión, mucho antes. Veamos, ¿cómo puede una disciplina basada en el método científico dilucidar el misterio de una cultura tan profundamente esotérica como la del Antiguo Egipto? ¿Cómo puede un egiptólogo enfrentarse al enigma de que seres mitad humanos mitad divinos construyeron la Gran Esfinge? En cuanto a lo primero, está claro que el esoterismo escapa al análisis materialista científico. Y en lo que respecta a lo segundo, plantear que entidades no humanas gobernaron en la práctica a seres humanos sería un disparate desde la perspectiva científica. No obstante, sin las ataduras de los dogmas, hagamos un esfuerzo por ubicar en la historia de Egipto a los Compañeros de Horus. Ya hemos mencionado que el Papiro de Turín sitúa a los Shemsu Hor inmediatamente antes de la primera dinastía faraónica, la comenzada por Menes o Narmer. Ahora bien, la egiptología aceptó que la cronología establecida por el papiro es correcta, pero sólo de Narmer en adelante. Lo anterior, en cambio, no era “historia”, sino “mitología”. Así, el Canon Real es histórico sólo hasta donde les conviene a los egiptólogos. El resto, lo que no pueden confirmar - ni aceptar desde su lógica -, es legendario... Pero, ¿y si no fuera así? ¿Y si todo lo que se cuenta en este papiro fuera cierto? En este caso, tendríamos que, hace alrededor de 12.000 años, Egipto fue gobernado por unas entidades híbridas dotadas de avanzados conocimientos, tantos como para haber diseñado la Gran Esfinge de Guiza y realizado quién sabe cuántas otras proezas arquitectónicas o tecnológicas. Paradójicamente, la irrupción de los Shemsu Hor se habría producido en los albores de la civilización en el Valle del Nilo, si hacemos caso de la historia aceptada sobre la evolución humana. Así, hace 12.000 años, justo cuando declinaba la última glaciación, la temperatura subió gradualmente en el norte de África - Delta del Nilo incluido -, región que comenzó a recibir importantes precipitaciones que, más tarde, dieron paso a la formación de pastizales con cereales silvestres que atrajeron a gran variedad de animales y éstos, a su vez, a grupos humanos de cazadores-recolectores. Claro está que este complicado proceso no se produjo de la noche a la mañana, sino que duró milenios, estableciéndose el Neolítico egipcio tan “tarde” como hace 6.000 años... Obviamente, esta última cronología de los hechos no “funciona” con la datación de la Gran Esfinge propuesta por Bauval - alrededor del 10500 a.C.-, ni mucho menos con la que sugieren los geólogos ucranianos Vjacheslav I. Manichev y Alexander G. Parkhomenko, según los cuales el monumento ya estaba en Guiza hace ¡800.000 años! Por otra parte, si aceptamos las divisiones de la historia de la humanidad para el Antiguo Egipto y situamos a los habitantes de esta región en la Edad de Piedra (IV milenio a.C.), ¿cómo es posible que estos hombres y mujeres recién salidos de las cavernas fueran capaces de construir algo ni remotamente parecido a la Gran Esfinge de Guiza? Algo nos dice que la cronología sobre la historia de la humanidad está equivocada. Eso o antes que la nuestra existió otra “humanidad”, una especie de «civilización madre» altamente evolucionada desde el punto de vista tecnológico y probablemente espiritual. En el primero de los casos, Heródoto (siglo V a.C.) - a menudo considerado «padre de la Historia - recogía por boca de los sacerdotes de Tebas una historia de Egipto bien distinta a la que conocemos hoy. Así, el cronista griego se refería a un episodio en el que los sacerdotes tebanos le mostraron 345 estatuas que parecían representar a imponentes dioses. Sin embargo, para sorpresa del historiador, los religiosos apuntaron que no se trataba de dioses, sino que cada coloso simbolizaba cada una de las generaciones de grandes sacerdotes que les precedieron, hasta completar 11.340 años de gobiernos de los hombres. Y subrayaban esto último, “gobiernos de los hombres”, para a continuación remarcarle que “antes de estos hombres, los dioses eran quienes reinaban en Egipto, morando y conversando entre los mortales, y teniendo siempre cada uno de ellos un imperio soberano” (Los Nueve Libros de la Historia, Libro II, Cap. CXLIV). Por lo anterior, se infiere que los sacerdotes de Tebas distinguían claramente dos rangos de reyes de Egipto: los humanos, que habían gobernado el país desde hacía 11.340 años y los dioses, que no sólo gobernaron físicamente Egipto durante un periodo igual o mayor, sino que lo hicieron mezclándose con aparente naturalidad entre los habitantes del País del Nilo. Por su parte, Manetón (siglo III a.C.), sacerdote e historiador egipcio que vivió durante los reinados de Ptolomeo I y Ptolomeo II, también se refería a estos dioses y semidioses gobernantes en su obra Aegyptíaka, una especie de cronología que confeccionó a partir de las Listas Reales que le facilitaron los sacerdotes de otros templos. En la misma, Manetón establecía cuatro dinastías anteriores a Menes (dos de dioses, una de semidioses y una cuarta de transición), adjudicando el origen de la civilización egipcia al gobierno de 7 grandes divinidades - Ptah, Ra, Shu, Geb, Osiris, Seth y Horus -, que permanecieron en el poder durante 12.300 años. A continuación, gobernó una segunda dinastía encabezada por el primer Toth e integrada por 12 “faraones” divinos (1.570 años de gobierno), tras los cuales ascendieron al poder 30 semidioses - generalmente identificados con los Shemsu Hor y simbolizados por halcones -, que gobernaron el país durante 6.000 años. Tras éstos, siempre según Manetón, se produjo un periodo de caos, hasta que, finalmente, Menes encauzó la situación y logró la unificación de Egipto. Obviamente, la egiptología ortodoxa incluye estas cronologías en la categoría de los mitos, no en la de los sucesos históricos comprobables. Al fin y al cabo, las fuentes que nos ofrecen información sobre los Shemsu Hor son ciertamente escasas. Claro que también podemos extraer información sobre los Compañeros de Horus - y sobre los dioses que gobernaron Egipto - de las obras que nos legaron estos misteriosos personajes, construcciones que, en todos los casos, se erigieron siguiendo un “plan estelar”, como ha quedado atestiguado por los estudios arqueoastronómicos de estos monumentos. De confirmarse la datación extrema de la Gran Esfinge o, cuanto menos, la propuesta por Bauval, los arquitectos de estas imponentes maravillas sin duda tendrían más de “celestes” que de humanos.