Cuando consultamos la palabra “extraterrestre” en el buscador Google Imágenes, aparecen ante nosotros decenas de ilustraciones donde aparecen representados. Durante el siglo pasado, la imaginación dotó a estos misteriosos invasores llegados de otro mundo de una gran variedad de formas. Grandes unas veces y diminutos otras, poseedores de tres ojos o de uno solo, el caso es que estos visitantes, ya sean pacíficos o agresivos, son de lo más variopinto. Su descripción podría llenar un libro entero de “exozoología”, como se hacía antiguamente con los catálogos razonados que recogían las diferentes variedades de seres vivos que los naturalistas encontraban a su paso. No obstante, por muy diversas que sean estas figuras, hay un aspecto que llama la atención por su constancia: la mayoría son calvos. Pensemos, por ejemplo, en los grises, los reptilianos o los annunakis, como a veces los llaman los expertos en la materia: estos extraños visitantes no tienen ni rastro de pelo en la cabeza. ¿Es realmente una coincidencia? La mayoría de los relatos que tratan sobre la vida extraterrestre describen civilizaciones infinitamente superiores a la nuestra (lo cual explica que posean los recursos tecnológicos necesarios para venir a visitarnos) y nos vean como seres primitivos y salvajes que hacen uso de la violencia – a través de las guerras – para imponerse a los demás. A este respecto, podría estar en juego una cierta representación de la teoría de la evolución. La hipótesis implícita en la que se sustenta la descripción física de estos seres es que, al estar muy por delante de nosotros, representarían, en cierto modo, nuestro futuro desarrollo biológico. Estas criaturas extraordinarias, dotadas de una cabeza a menudo desproporcionada en relación con el cuerpo, constituirían oscuramente la etapa final de nuestro futuro. Podría decirse que el cabello, primo del pelo, se considera, sin duda, un rasgo de aparente animalidad impropio de una conciencia superior. Además, los cabellos y los pelos, que tal vez tuvieran utilidad en épocas en las que los hombres se veían expuestos a las inclemencias de la temperatura, estarían abocados - puesto que la función crea el órgano - a desaparecer lentamente para dejar expuesta toda la potencia de un córtex que tiende a ser cada vez más voluminoso. Esta forma de entender la evolución biológica - ¿acaso nos sorprende? - no respeta demasiado la ortodoxia de la teoría darwiniana, sino que tiene más bien acentos claramente lamarckianos. En efecto, Jean Baptiste de Monet, conocido como Chevalier de Lamarck, consideraba, al igual que Darwin, que las especies no eran inmutables; pero su teoría, contrariamente a la de aquel, sostenía que los seres evolucionaban según las leyes de una misteriosa fuerza vital, presente en toda forma de vida, que orientaba la evolución biológica. El ejemplo más emblemático de esta teoría es la idea de que las jirafas tienen el cuello largo porque la fuerza vital se lo ha alargado, debido a que su alimento se encuentra en la copa de los árboles. Más tarde, esa adaptación adquirida se volvía innata. El medio natural influye a este respecto, influencia que solo se explica por la intervención de una hipótesis metafísica - la fuerza vital - en la estructuración biológica de los seres. En cambio, Darwin concebía la evolución de las especies como la consecuencia de un proceso natural de selección que permite la supervivencia de los individuos mejor adaptados. Dicho de otro modo, los individuos no se adaptan biológicamente a su entorno; si sobreviven, es porque, como resultado de combinaciones genéticas azarosas, están mejor adaptados que los demás. Con arreglo a esta teoría, a las jirafas no les creció el cuello de repente, sino que el azar hizo que algunas tuvieran el cuello más largo que otras, lo que les daba mayores facilidades para alimentarse y, por tanto, para reproducirse. Poco a poco, o de forma repentina según los casos, el genotipo de la especie más adaptada se expandió, mientras que el de la otra especie se extinguió. Volviendo a los extraterrestres, esta representación de seres superiores estadísticamente desprovistos de pelo parece delatar el imaginario lamarckiano de quienes los concibieron. Debemos ser muy claros: sería un verdadero milagro que todos esos seres del espacio hubieran seguido una evolución idéntica hacia la calvicie. Por supuesto, a veces se producen coincidencias extraordinarias. Pero en este caso tal vez sería más sensato, y en cualquier caso más parsimonioso desde el punto de vista intelectual, tomarse en serio la idea de que tales descripciones son meras invenciones humanas que delatan la concepción errónea que, en general, tenemos de la teoría de la evolución.