Es tiempo de Halloween y que mejor ocasión que ocuparnos en esta oportunidad de los vampiros, cuyas características están bien definidas. Tienen colmillos, beben sangre humana y no se reflejan en espejos. Podemos ahuyentarlos con ajo o matarlos atravesándoles el corazón con una estaca. Algunos son aristócratas que viven en castillos, como Drácula. Pero los vampiros no surgieron con una definición tan clara. Los estudiosos opinan que la concepción moderna de estos monstruos evolucionó de diversas creencias tradicionales establecidas en toda Europa. Dichas creencias partían del temor de que los muertos, una vez enterrados, podían seguir dañando a los vivos. Esas leyendas comúnmente se debían a la falta de conocimiento sobre la descomposición del cuerpo. Sucede que, al contraerse la piel, los dientes y las uñas del cadáver parecen alargarse, y a la vez que los órganos internos se descomponen, un líquido de purga oscuro puede escapar por la nariz y la boca. La gente que no conoce este proceso interpretaría que ese líquido era sangre y supondría que el cadáver había estado bebiéndola de los vivos. Mas los cadáveres sanguinolentos no eran lo único que causaba sospecha. Antes de entender cómo se diseminaban ciertas enfermedades, la gente imaginaba que los vampiros eran las fuerzas ocultas que devastaban lentamente sus comunidades. “La única constante en la evolución de la leyenda de los vampiros ha sido su asociación estrecha con la enfermedad”, escribe Mark Collins Jenkins en su libro Vampire Forensics. De modo que matar a los vampiros, o evitar que se alimentaran, era como las personas creían tener algún control sobre las enfermedades. Por esa razón, los pánicos de vampiros solían coincidir con los brotes de la plaga. En el 2006, un equipo de arqueólogos desenterró en Venecia, Italia un cráneo del siglo XVI, el cual fue sepultado entre varias víctimas de la plaga… con un ladrillo en la boca. El ladrillo posiblemente fue una táctica para evitar que la strega (vocablo italiano que designa a vampiros y brujas) abandonara la tumba para alimentarse de las personas. Pero no todos los vampiros abandonaban sus tumbas. En el norte de Alemania, los Nachzehrer o “desperdicios de la noche” permanecían enterrados, royendo sus mortajas. Una vez más, esta creencia quizás se asociaba con el líquido de purga, el cual podía causar que la mortaja se aflojara o rasgara, creando la ilusión de que el cadáver estuvo masticándola. Se pensaba que estos masticadores estáticos seguían causando problemas a los vivos, y también que su actividad aumentaba durante los brotes de plaga. En 1679, un teólogo protestante escribió el tratado “Sobre los muertos masticadores”, donde acusó a los Nachzehrer de dañar a sus familiares supervivientes mediante procesos ocultos. Propuso que, para detenerlos, había que exhumar los cuerpos y llenar sus bocas con tierra, y tal vez una piedra y una moneda, solo para asegurarse. Según el autor del tratado, el cadáver moriría de inanición si perdía la capacidad de masticar. Durante los siglos XVII y XVIII, las historias de vampiros florecieron en las naciones del sur y oriente de Europa, para disgusto de algunos personajes poderosos. Hacia mediados del siglo XVIII, el papa Benedicto XIV declaró que los vampiros eran “ficciones falaces de la fantasía humana”, y la emperatriz austriaca Maria Teresa de Habsburgo, condenó las creencias sobre los vampiros como “superstición y fraude”. Pese a ello, los esfuerzos anti-vampíricos continuaron. Lo más sorprendente es que el mayor pánico de vampiros ocurrió en Nueva Inglaterra, Estados Unidos, a fines del siglo XIX, dos siglos después de los juicios de brujas en Salem. En 1892, Mercy Brown, una joven de 19 años de Exeter, Rhode Island, murió de tuberculosis, enfermedad conocida entonces como tisis. Su madre y su hermana habían muerto de lo mismo y su hermano, Edwin, estaba enfermo. Muy preocupados, los vecinos temían que alguna de las mujeres Brown, recién fallecidas, pudiera dañar a Edwin desde la tumba. Cuando abrieron la fosa de Mercy Brown, hallaron que tenía sangre en la boca y en el corazón, e interpretaron aquello como una señal de vampirismo (aunque no usaron ese término). De modo que los vecinos quemaron el corazón de Mercy y mezclaron las cenizas en un brebaje que hicieron beber a Edwin; una estrategia anti-vampírica muy común. Aquella pócima debía sanarlo, pero en vez de ello, el muchacho murió meses después. Y no fue un incidente aislado. Michael Bell, folclorista y autor de Food for the Dead, calcula que hay 60 ejemplos conocidos de rituales anti-vampíricos en la Nueva Inglaterra de los siglos XVIII y XIX, y varios más en otras partes de Estados Unidos. Esos rituales eran más comunes en la región oriental de Connecticut y en el oeste de Rhode Island, agrega Brian Carroll, profesor de historia en la Central Washington University, quien escribió un libro sobre el tema. Carroll cree que los rituales anti-vampíricos fueron “introducidos como procedimientos médicos durante la Revolución estadounidense” por doctores alemanes que trabajaban para las fuerzas hessianas. Por ello, considera que los vampiros de Nueva Inglaterra se derivan de los Nachzehrer alemanes. Explica que, a diferencia de los vampiros chupasangre rumanos, los de Nueva Inglaterra permanecían en sus tumbas y dañaban a los vivos desde lejos, con “magia simpática” (o magia empática). Por su parte, Bell cree que las prácticas anti-vampíricas de Nueva Inglaterra procedían de muchos lugares y que los vampiros de esa región eran más semejantes a los vampiros rumanos que a los Nachzehrer. Señala que, al igual que los rumanos, los habitantes de Nueva Inglaterra “buscaban sangre en los órganos vitales, en vez de evidencias de mortajas roídas”. Y que el remedio anti-vampírico de “sacar el corazón, quemarlo y dar las cenizas a la persona o personas enfermas” también se acostumbraba en Rumania. No obstante el origen de las creencias de Nueva Inglaterra, su motivación fueron las mismas inquietudes sociales que en otros lugares: el temor de la enfermedad y el deseo de contenerla. Durante el pánico de vampiros de Nueva Inglaterra, los vampiros encontraron un nuevo papel en la literatura así como en obras teatrales de temática vampírica. Aunque inspirados en leyendas folclóricas y pánicos pasados, estos vampiros aristocráticos y sexuales se parecían más a los vampiros que conocemos en la actualidad. Los pánicos vampíricos desaparecieron en el siglo XX conforme los monstruos de ficción reemplazaron a las creencias folclóricas (y mejoró el conocimiento médico); con todo, hubo un resurgimiento muy peculiar a fines de la década de 1960, cuando Sean Manchester, presidente de la Sociedad Británica de Ocultismo, anunció que un vampiro hacía que la gente viera cosas extrañas en el Cementerio de Highgate, Londres. Los diarios habían publicado informes de un personaje alto, de ojos fulgurantes, y otras siluetas espectrales que flotaban en el camposanto, y los reporteros de inmediato adoptaron la teoría de Manchester de que los avistamientos eran obra de un vampiro de Europa oriental. Los periódicos incluso enriquecieron un poco sus revelaciones, diciendo que el personaje era un “rey vampiro” o afirmando que el vampiro practicó magia negra en Rumania antes de viajar a Londres en su féretro. En 1970, Manchester declaró a un equipo noticioso de televisión que pretendía exorcizar al vampiro un viernes 13. Esa noche, cientos de jóvenes acudieron al Cementerio de Highgate para ver el exorcismo (que no llevó a cabo). El pánico de Highgate no fue un caso en que los vampiros sirvieran como chivos expiatorios de una enfermedad, sino una sensación mediática y un ejemplo de “legend tripping” (jóvenes que van a un lugar presuntamente hechizado para probar su valentía). El incidente de Highgate es un fenómeno moderno en la historia de las leyendas vampíricas. A ello debemos agregar su presencia recurrente tanto en el cine como en la televisión para darnos cuenta que en pleno siglo XXI, la atracción que ejercen los vampiros continúa vigente.